La presentación de una obra reciente, sobre síndromes descritos durante el siglo pasado, reagrupados bajo la etiqueta, un poco abusiva, de patologías ficticias es la ocasión de mostrar que una de las características del malestar en nuestra civilización puede aprehenderse, no en relación con la “incompletud” o la “dimisión” del Otro, sino, al contrario, en esa impostura que conduce a cualquier “pequeño otro” a ocupar con complacencia el lugar del “gran Otro”, sin embargo, destinado a permanecer vacante.